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martes, 30 de septiembre de 2014

Crítica: obra "Liturgia de un asesinato"

“Es fácil matar a un hombre y es insultantemente fácil vivir con ello” 

PAULA OLVERA- Lo que a primera vista parece ser un suicidio, se convierte en un caso con tres sospechosos y un único culpable. Este es el planteamiento de “Liturgia de un asesinato” que se representa todos los domingos en La Casa de la Portera, por un módico precio de quince euros. Esta obra pretende descubrirnos quién es el verdadero asesino de un acaudalado padre de familia próximo a los círculos de poder franquista. Una trama en la que, además del propio crimen, influirán otros factores que a nadie le resultan desconocidos, como las rencillas familiares. Todos ellos bañados por el contexto en el que conviven los protagonistas. El suspense está servido. Si quieres descubrir quién es el autor material de este crimen no dudes en comprar tus entradas para la próxima función. 


Una vez más nos encontramos ante una forma alternativa de hacer teatro en el que no existe cuarta pared y el público se encuentra a escasos metros de los protagonistas. Esto conlleva irremediablemente a un feedback entre actor y espectador, ya que se genera una conexión rápidamente, en el momento en que ambos se miran por primera vez a los ojos. Los vínculos creados son muy importantes para hacer al público partícipe de la obra y que sienta que forma parte de ella. Quizás este tipo de montajes no se vivirían de forma tan profunda si se representasen en un teatro al uso, restando impacto a una función que merece ser saboreada con el paladar de las emociones. El hecho de que los espectadores se vayan trasladando por diferentes salas aumenta este lazo que jamás deben de perder los artistas con las personas que acuden a verles actuar. No obstante, el hecho de que los asistentes puedan campar a sus anchas por diferentes estancias no sorprende, porque es la práctica general en las obras que se representan en La Casa de la Portera como ya se pudo apreciar, entre otras muchas, en  “El huerto de guindos”.

En el momento en que la función da comienzo, nos trasladamos a la España de 1968. El Gobernador civil de Guadalajara aparece ahorcado en el techo de una finca. En primera instancia, todo parece señalar que se trata de un suicidio, pero conviene aclarar las circunstancias que rodean a este suceso tan trágico. Y es que se trataba de una autoridad política de suma importancia en los tiempos que corrían. Para resolver este caso se envía, casualmente, a Manuel Requejos, interpretado por Mon Ceballos, hijo de la sirvienta que durante años colaboró en las tareas del hogar y cuidado de los pequeños del fallecido.


Los tres hijos se convierten en los principales sospechosos del crimen. Por un lado, el hermano mayor, Carlos, que es un militante de izquierdas y estaba exiliado en París. Este papel es interpretado por Fael García, quién compagina su faceta de actor, en este caso de hijo de un acaudalado terrateniente metido en Política, con la de director, en concreto, de la obra “Vagabundos del viento”. Por otro lado, aparece en escena Rodrigo Saenz de Heredia, el hermano mediano llamado Juan, quien es abogado, además de secretario personal de su fallecido padre. Por último, Alexia, interpretada por Marian Arahuetes, es la mimada hermana pequeña. Pronto el espectador empieza a desconfiar de todos los protagonistas. Esto es una buena señal, porque significa que la puesta en escena es correcta y que todos los actores están jugando a la perfección su rol. Además, en todo momento se aprecia la presencia de un personaje que en ningún momento aparece en la función. El público le siente en el ambiente, pero no le ve, porque ningún actor le representa, no hace falta. El resto de los intérpretes y sus circunstancias le sitúan en el escenario como la pieza angular de la historia.
              

No se debe olvidar que la trama se sitúa en los momentos posteriores al famoso “Mayo del 68 francés, un dato que cuenta con un gran peso en la obra y que se intuye en ciertas escenas. Esta revuelta estalló sobre todo entre los estudiantes parisinos a los que posteriormente se unieron los sindicatos, el Partido Comunista y varios grupos obreros. Protestaban por la sociedad de consumo y por las reformas educativas del año anterior.  Sin embargo, el contexto que detonó esta situación fue más allá. A pesar de la prosperidad económica durante los últimos años, el desgaste comenzaba a ser latente, el paro aumentaba sin control y la juventud cada vez se veía más afectada. A todo ello, hay que unir la Guerra de Vietnam, los dos bloques enfrentados y un llamado Tercer Mundo que recién nacía repleto de miseria bajo la pasividad de aquellos que parecía gobernaban el mundo. Así como la falta de libertad de algunos pueblos, entre ellos España, y la escasa o nula participación social. Y por supuesto, el Movimiento Hippie, muy activo en aquella época. Las manifestaciones más potentes tuvieron lugar entre los días 3 y 30 de ese mes tan primaveral, comenzando concretamente en la Universidad de Nanterre capitaneadas por el llamado “Danny el Rojo”, que se dio a conocer en aquellos días. Los sindicatos convocaron dos huelgas generales. La segunda indefinida y con gran seguimiento, se calcula que entre nueve y diez millones de personas la apoyaron. Charles de Gaulle, el entonces gobernante galo, adelantó las elecciones a junio de ese año y otorgó ciertas concesiones a los obreros. El espíritu de estas movilizaciones se extendió por Italia, España, México, Argentina, Estados Unidos, Uruguay, la República Federal Alemana y Checoslovaquia, en este último país coincidiendo con la llamada “Primavera de Praga”.

Esta revuelta sin precedentes supuso para algunos países una oportunidad para conseguir una libertad de expresión de la que carecían. En el país en el que se desarrolla la obra, oprimido por una larga dictadura, algunos sectores apreciaron en este movimiento un rayo de esperanza. Sin embargo, tendrían que esperar casi una década para que se hiciera realidad. En España, las manifestaciones y las huelgas, como se aprecia en la función, fueron reprimidas con dureza por el gobierno franquista que, a pesar de todo, no pudo paliar la chispa del cambio que ya se había prendido.

La obra, escrita por Verónica Fernández y dirigida por Antonio C. Guijosa, recuerda a novelas de Agatha Christie como “La Ratonera” o “Los diez negritos” que posteriormente se adaptaron y se comenzaron a representar en diversos teatros. Como en estas obras, la sospecha se asienta en el pensamiento del público. Gracias a esta forma de teatro en la que los actores se encuentran apenas a un metro de distancia, parece que el asesino estuviera entre los asistentes y que todos son cómplices de lo que allí está ocurriendo. De hecho, ésta es la sensación que en ciertos momentos transmiten los protagonistas, ya que el público sabe datos que el resto de personajes desconocen. El ambiente que se respira en este montaje es similar al de una intensa atracción. Se sabe que en un plano real no va a ocurrir nada, es ficción, pero la tensión es inevitable, consiguiendo incluso el sobresalto de alguno de los presentes ante ciertas situaciones. Esa atmósfera consigue que los espectadores se sientan como un miembro más de esta intrigante familia.

Asimismo, esta obra mantiene una estética cinematográfica muy cuidada que recuerda a algunas películas de Alfred Hitchcock, como “La soga” o “Rebeca”. Y es que como ya ocurre en éstas, se plasman aspectos muy humanos, como el amor, la venganza, los celos o un pasado que no da opción al olvido. Como en estos filmes, la trama de la función es sencilla, no colma a los espectadores con múltiples y enrevesados interrogantes, sino que los argumentos están claros, apoyados en elementos visuales que se entienden sin palabras. Otro paralelismo se puede apreciar en que los espectadores saben la mayoría de las respuestas, tienen mucha información acerca de la trama. Solo desconocen ciertas pinceladas y, como no podía ser de otra manera, quién es el autor del crimen.


En “Liturgia de un asesinato” el público se crea sus propias teorías acerca del culpable del homicidio, llegando a desconfiar de todo y de todos. Parece como si fuéramos testigos privilegiados de una partida del conocido juego de mesa “Cluedo” cuyo objetivo era descubrir quién asesinó a un hombre, con qué arma y en qué habitación. A pesar de que nos encontramos ante otra historia y con otros personajes, al igual que en el popular juego, no paran de producirse giros, la mayoría inesperados. Esto envuelve la sala en un halo de intriga y misterio que se mantiene hasta el final de la función.



La tensión alcanza su punto cumbre en los momentos en que se juega con la iluminación. Simbólicamente la sombra o la falta de albor nos introducen en un tiempo que realmente fue oscuro. Y es que el gobernador aceptaba todos los cargos que le ofrecían, aunque ellos conllevaran el derramamiento de sangre de inocentes. Por eso, la obra nos da a entender que es muy fácil matar a un hombre e incriminar a quien no tiene la culpa porque, por norma general, el poder y la frialdad están por encima de la moral.

La música también juega un papel muy importante en la función, ya que introduce poco a poco en las entrañas del espectador la intriga y las ganas por conocer qué ocurrirá a continuación. Con esto, se consigue una de las premisas del ya mencionado director de “Psicosis”, el suspense se crea cuando el público sabe que va a ocurrir algo. Una de las melodías que se puede preciar resulta conocida para los oídos de la mayoría y esto contribuye a que el público se sumerja aún más en la representación. Se trata del “Sarabande” de Georg Friedrich Händel que ya sirvió como banda sonora, adaptada por Leonard Rosenman, en la película “Barry Lyndon” de Stanley Kubrik. 

En cada representación se retrata a una familia de clase alta cuyos miembros están corrompidos y se dejan llevar por intereses ajenos a la estabilidad del núcleo parental. Sin duda, una familia rota que conforma un verdadero drama teatral en el que también tiene cabida la incursión del tema de la herencia, como ocurre en otras obras que han pasado por la cartelera de nuestro país recientemente como “Hay que deshacer la casa”. Más allá del crimen que se pretende resolver, la obra dibuja con su contexto una época que, aunque lo parezca, no nos queda tan lejana. Las mujeres se encontraban reprimidas a un segundo plano, como si de niñas eternas se tratara. La justicia, aunque esto no ha cambiado tanto, se medía por el rasero del poder y el provecho propio, y no por las leyes de lo justo o lo injusto. La diferencia entre siervos y señores estaba perfectamente separada en la sociedad, pasando esta situación de padres a hijos, aunque éstos ya no tuvieran ningún vínculo laboral con la familia adinerada. 

Cada función es un canto moral a la facilidad con la que se puede arrebatar la vida a una persona y la banalidad que a veces se le da a un acto tan cruel. En ocasiones, se pretende justificar con burdos argumentos que no hacen sino alimentar una mente maquiavélica. La reflexión que ofrece la obra traspasa el tiempo y el espacio y se puede comprobar de forma cotidiana con los cientos de asesinatos que presenciamos al día a través de la pequeña pantalla, algunos de los cuales ni siquiera nos transmiten un mínimo de tristeza.

¿Realmente existe el crimen sin castigo? Las penas legales por asesinar a un ser humano para muchos resultan irrisorias. Aunque esa condena por cometer un crimen tiene que ser expiada en algún momento de su existencia, a pesar de que haya conseguido evitar la cárcel. No es posible que el coste de una vida sea tan barato. En “Liturgia de un asesinato”, ¿el asesino recibirá su merecido? Solo hay una forma de comprobarlo.

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