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miércoles, 4 de junio de 2014

Crítica: obra “El huerto de guindos”

Todos estamos solos, todos tenemos miedo


PAULA OLVERA/AURORA SALVO – Hace más de cien años que el escritor y dramaturgo ruso Antón Chéjov, enfermo de tuberculosis, terminó la profunda obra “El huerto de guindos” cuyo título original es “El jardín de los cerezos”. Sin embargo, parece que el tiempo no ha pasado en algunos aspectos y buena parte de ella es una fiel representante de lo que está ocurriendo en la actualidad. En Madrid, una casa familiar abre sus puertas a todos aquellos valientes y curiosos que quieran descubrir de primera mano por qué el huerto de guindos es un bien tan preciado. Nueve actores son los encargados de representar en un espacio reducido la obra de un autor visionario que supo retratar a la perfección el cambio que se produjo en un mundo de hastío que llegaba a final de un ciclo.



Hasta el pasado 1 de junio “El huerto de guindos” destacaba en el cartel de los fines de semana de La Casade la Portera. Un espacio teatral alternativo situado en el madrileño Barrio de La Latina en el que actores y público se funden en una sola historia. En esta “casa” no hay cuarta pared, la cercanía tanto dramática como literal, junto con el talento de los actores y la calidad de la representación, hace que ambos sean partícipes de un conjunto perfectamente armónico y acompasado. Aquí, los actores no son los únicos que deben abstraerse de los demás y concentrarse en cada función. Los espectadores, también tienen que adaptarse y lidiar con intérpretes que actúan por y para ellos y que los miran directamente a los ojos como si de un primer plano cinematográfico se tratase.


Cada vez más, los espectadores buscan nuevas alternativas teatrales y precisamente La Casa de la Portera rompe con la barrera escenario-público. Éste tiene ganas de participar en los espectáculos y en esta obra tanto directa como indirectamente, los espectadores y los actores se trasladan al unísono a un par de siglos atrás. Así, en un breve periodo de tiempo descubren los enfrentamientos existentes entre los personajes, pero también la dependencia de unos con otros sin importar su clase social.

Poco a poco, La Casa de la Portera, Microteatro por Dinero y otros muchos lugares alternativos de la capital van ganando terreno a los teatros convencionales. Puede que estas salas no destaquen por la comodidad de sus asientos, puesto que en un espacio reducido se coloca a más de veinte espectadores, pero tampoco hay que tener la concepción de que se trata de unas salas de teatro de actores principiantes. Ni mucho menos. Consuelo Trujillo, Carles Francino, Nacho Fresneda, Germán Torres, David González, Sabrina Praga, Alicia González, Raquel Pérez y Felipe G. Vélez son los encargados de dar vida a unos personajes que nos deleitan con un texto poético en un escenario muy íntimo y particular. En este espacio el atrezzo es escaso, aunque la intensidad de los diálogos y las interpretaciones inundan cualquier atisbo de añoranza del mismo.

En un periodo de tiempo de casi dos horas se presenta las mezquindades de una familia de clase alta que está anclada en aires de grandeza. Esta poderosa estirpe está a punto de perder su última propiedad, la más valiosa. Esto hace que choquen con una realidad que resquebraja el único modo de vida que conocen hasta el momento. Parece que esta vez los problemas no se solucionan con mirar hacia otro lado, no vale con resignarse ni tampoco con esperanzarse.



El autor de la obra, Chéjov, nos muestra a unos personajes con muchos matices, a los que hay que contemplar con los cinco sentidos, más allá de lo que dicen o hacen, y teniendo muy en cuenta el momento histórico en el que está escrito, la Rusia zarista de 1904. Las clases sociales se encuentran diferenciadas en toda la función, pero el autor humaniza todos y cada uno de los papeles desnudando su alma y despojándoles de la frivolidad y de la mentira que se encuentra en su interior. En realidad, lo que une a cada protagonista de la obra es la soledad que saben que sienten, pero no se atreven a expresar abiertamente con sus seres, supuestamente, queridos que se encuentran en esa misma situación. Puede resultar egoísta estar solo en soledad, cuando el resto también lo está, pero quizá esta falta de comunicación emocional es una víctima más de sus propias circunstancias vitales. Como se puede comprobar nos encontramos con personajes conocedores de que su vida es una completa desgracia, pero que no son capaces de plantear un cambio de rumbo. Sus vaivenes emocionales les impiden discernir más allá de lo políticamente correcto y acaban completamente a la deriva.

Todo el elenco consigue que el público se emocione y forme parte de una obra intensa y complicada que aún ahora en nuestro mundo, supuestamente avanzado, no es fácil interiorizar ni asimilar debido a la fuerza de sus diálogos y a la gravedad de las emociones que se transmiten. El amor y la muerte aparecen en la función sin caer en tópicos y desgarrando los sentimientos de los espectadores en cada uno de los suspiros de los actores. Aquí se habla de un amor que nos mata a todos en vida. Como bien se dice, todos queremos ser amados y por ello a veces se busca un respaldo social con el fin de aparentar algo que no somos. O para tapar unos miedos que aúllan en nuestras entrañas, pero que solo somos capaces de maquillar con burdas poses que no pueden ser más que cómplices de nuestra propia destrucción. A pesar de todo, la situación de alguno de los personajes les lleva a no querer ver la realidad, a escapar de ella a través de una diversión que se encuentra vacía, un reflejo de la propia existencia de alguno de los protagonistas.

Una de las partes más acertadas de la obra es que el director, Raúl Tejón, maneja con maestría el difícil equilibrio entre un intenso drama y la incorporación de varios momentos cómicos que producen la risa de los presentes sin que la función pierda un ápice de emoción. Es más, se podría decir que estos momentos más o menos distendidos ayudan a que el público se mantenga alerta. Lo cierto es que parece que en esta obra nada avanza, nada ocurre. Sin embargo, una tensión constante enmudece al espectador a medida que progresa la función. Todos esperan impacientes a que los personajes tomen las decisiones adecuadas. Junto a ellos se inquietan y sienten su miedo. Sobre todo, el temor a la muerte, a los fantasmas del pasado y a los que nunca se fueron. Esos que siguen ahí, que nos persiguen cada vez que damos un paso, los que sigilosos planean en nuestros pensamientos y a los que les tenemos verdadero pánico. En realidad, no son más que recuerdos que se albergan en lo más profundo del alma. La muerte que planea y sobrecoge hasta los cimientos de la casa no es más que un fatídico sentimiento del que determinados personajes intentan huir. Al fin y al cabo, todos huimos, nos llevamos con el miedo. No obstante, nadie puede deshacerse de su pasado así como así por mucho que se empeñe, siempre se acaba pagando un precio.

El retrato minucioso de “El huerto de guindos” captura la esencia de esa sociedad derrochadora, altiva y déspota de caciques decimonónicos, aunque la acción se encuadre a comienzos del siglo XX,  desde una perspectiva muy actual llevando al espectador a través de una visión dualista de una misma historia, la propia del escritor ruso y la contemporánea, donde varios de los temas que se tratan podrían ocurrir a día de hoy. De hecho, el autor ruso abandera una nueva etapa con esta obra, mostrándonos que podemos ser capaces de labrar un nuevo futuro.

Chejov, de alguna manera, adelanta de una forma sutil la caída de la alta burguesía rusa y el resurgimiento de la clase más desfavorecida, que con menos ventajas y un sin fin de impedimentos demuestra su potencial igualándose a aquellos que en otro tiempo les habían humillado. Es hora de que se produzca un cambio de papeles. Por eso, ese huerto tan mencionado en la función es una metáfora de todos aquellos que contribuyeron a formar la riqueza de otros, pero de los que nadie se acordó después e incluso se les pagó rebajándolos a las profundidades de la miseria humana. Tejón transmite este último aspecto sin perder ni una pequeña parte de la esencia de la obra del autor original. De hecho, salvo ciertos matices como la adaptación de los nombres de los personajes, el texto se ha conservado íntegramente.

Como se ha comentado, no hace falta echar la vista atrás ni indagar en los libros de historia para comprender la obra. Basta con mirar a nuestro alrededor para entender las mismas preocupaciones que sienten los protagonistas. No nos gusta nada de lo que tenemos, nada de lo que hacemos. Todo a nuestro alrededor está roto, resquebrajado, corrompido. Y para colmo, nos queremos muy poco y somos incapaces de amar a los demás. Eso sí, como las mujeres manirrotas que representa Chéjov en la obra, todos nosotros jugamos a guardar las apariencias.
           
Casualmente, se viven días de profundos cambios en nuestro sistema tras la abdicación del Rey Juan Carlos I, y al igual que en la obra, se nota que la sociedad está cansada del poder de clases establecido. Ahora todo está revuelto y no hay nadie que entienda nada o quizás entendemos todo demasiado bien: los ricos se han hecho más ricos y los pobres, más pobres. Por ello, se necesita un cambio de sociedad. Parece que se ha llegado al final de una época, de un modo de vida. Igual ocurre en la obra de Chéjov: la nobleza se empeñaba en seguir viviendo como lo habían hecho hasta el momento y no eran conscientes de la imperiosa necesidad de un cambio de paradigma. Al final la obra sirve para dignificar a los miles de campesinos que durante años permanecieron erguidos frente a sus señores, esperando un futuro de enfrentamiento social sin remedio.



Como plasmaba Chéjov, en aquella época y también en ésta nos limitamos a filosofar sobre todo, menos sobre lo realmente importante. Esto genera un clima de descontento que lleva irremediablemente a configurar una sociedad absurda en la que prima la pérdida de oportunidades. El querer y no poder. El poder y no querer. Quizás, cuando uno sabe que ha jugado bien sus cartas no se encuentra en la obligación de salvar a los demás del precipicio. Por eso, nadie habla con su propia boca, las palabras se las lleva el viento y el paso del tiempo cada vez se hace más evidente.

Una vez más se hizo el silencio y llegó el fin de la función. Esta vez, se trataba de una actuación especial, nada más y nada menos que la última de la temporada tras cinco meses en activo. En este día, los actores estaban más emocionados si cabía de representar ante un público fiel una vez más su particular huerto de guindos. Sin duda, nos encontramos ante un proyecto innovador en el que tanto el director como los propios actores han asumido un riesgo que se ha visto compensado con creces tras la cálida acogida de los espectadores en un lugar tan hermético. Como todo lo bueno, ya se sabe: después del jolgorio siempre llega la ruina, la miseria que a todos carcome. Parece que por el momento tenemos que seguir soñando con un futuro mejor. Y es que como todos saben, la esperanza es lo último que se pierde.

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